El Coach

Adolfo es un capo. Los pibes del Newman lo adoran; fue uno de los mejores entrenadores, les hizo ganar dos torneos de la URBA, los acompañó en las giras a Inglaterra y a Nueva Zelanda. Su mujer es divina y las tres hijas están bárbaras. La mayor está de novia hace mil con uno de los pibes. Es de las primeras camadas de abogados de la UCA, miembro de la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa y gana fortunas. Su veta de entrenador la lleva a flor de piel en todas sus funciones: como padre, como consultor y como docente. Tras años dirigiendo empresas, fundó su propia consultora de Management, también dicta cursos de Liderazgo. Un maestro de gerentes, digamos. Es un hombre inquebrantable, ferviente creyente y exigente con sus empleados y alumnos.

Adolfo la quería jugar de Goebbels mezclado con Yoda y se fue de mambo. Sus grandes problemas eran la masturbación y la extrema derecha. Sus alumnos de posgrado le decían “el nazi simpático” y sus empleados, “el general”. Era un corcel ardiente y su grillete de acero era Marita, su mujer. La piloteaba bien con Marita, pero estaba muy alzado y a veces se le iba la mano con la cueca. Se imaginó dándole a todo. Particularmente le gustaba el vestuario de los pibes: a quien viera con lindo culito y viviera de paso, lo llevaba a la casa. No lo tocaba, pero a veces le rozaba la pierna cuando pasaba un cambio. Tenía un preferido y lo irónico es que terminó presentándole a la hija mayor para tenerlo cerca, para mirarlo sin tocarlo; en una campanita de cristal. Efectivamente, nunca lo tocó; pero pasó muchas noches pensando en él. Ella ni se imagina esto; él lo sospecha.

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